Encontré la sonrisa de Kathe, por primera vez, en la novela de Henri Pierre Roché, Jules y Jim.
Me hizo evocar un encuentro o una soledad serena, pero también algo amenazante, una situación precaria, unos delicados pies sobre una gruesa cuerda ensayando pasos de sonámbulo, y ella posiblemente tendría los ojos cerrados.
Al fondo de todo ello, los árboles. Pequeños y de ramas retorcidas. Higueras, olivos, almendros... Árboles cercanos a las costas mediterráneas.
La mujer que muestra la sonrisa de Kathe podría refugiarse entre esos árboles, contarles sus secretos como si fuera una niña, una niña perdida que imagina formas humanas adheridas a troncos de cortezas rugosas.
Formas humanas, también, que son liberadas de sus raíces.
A veces yo imagino la literatura como si fuera un árbol. Como algo orgánico que sigue su crecimiento buscando la luz. Pero algunas ramas deben sorprender, ser distintas, mostrar un crecimiento irregular, ofrecer sus frutos en la estación en que no son esperados.
Es precisamente en esos momentos cuando la literatura me sorprende. Cuando ofrece sus frutos en una estación, en principio, equivocada. Y a nosotros nos corresponde decidir qué hacemos con ellos...
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